sábado, 26 de setiembre de 2009

VIAJES



HAY SEGUNDOS EN LA VIDA, DE ESOS QUE PASAN Y QUEDAN, DE ESOS QUE SOLO UNA VEZ CRUZAN, DE ESOS QUE TERMINAN POR CAMBIARTE LA VIDA. Y QUIERES VOLTEAR…


Por supuesto que ni me acuerdo como amanecí aquel día, pero pongámoslo bonito (no así, falso), porque seguro fue como casi todas esas mañanas en que salía disparado de mi cama a trabajar como cobrador en una combi.

(Combi igual a metal dudoso sobre llantas, igual a papel doblado con náufragos, igual a tiburón terrestre, luminoso, urbano, pero siempre sobre llantas ahorcadas, combi igual a vehículo público de la ciudad de Lima o igual a tumba colorítica por adelantado).

Recuerdo que era martes, pero tal vez fue un viernes, de cualquier modo aquellos días se abrían en mi vida como si nada, nulos de nombres, números y almanaques, sin despeinados de razón ni nuevos cortes de emoción, digamos. De esa forma tropezaba (o viceversa) con los días abiertos, esperando, para bien o para mal, un siguiente día más y levantarme presuroso a ritmo de la traumante melodía de un colorido-luminoso-orejón despertador que me la tenía jurada cada mañana a las cinco y treinta, y cinco minutos después, y otros cinco minutitos más, hasta que después de un concierto de cacofonía pura, asomaba mi nebulosa vista por encima de mi frazada de los tigres, mirando de mala gana al aparato orejón, callándolo con un dedo, comprendiendo lo cruel que se portaba el tiempo conmigo, honrado cobrador, en las casi todas benditas mañanas de aquel año qué importa. Y me levantaba, en cámara lenta, cuadro por cuadro, con los huesos rechinando a ayeres y el ruido todavía zumbándome los oídos, pero, empero, avivado por una única razón: la cercana certeza de encontrar, camino al trabajo, en esa esquina tajada por el tiempo y roída de orines, al chino del periódico, bueno, a los periódicos. Aquel primer personaje de rostro agrietado y mil madrugadas navegando todavía en sus espaldas, ordenando cientos de hojas en el suelo, bajo el ojo legañoso del poste cíclope y el viento cacheteador terminándolo por despertar, el chino, el colega con uniforme nocturno que tropezaba conmigo, desde el saque, uniéndonos en aquella esquina filosa con una sonrisa cómplice y cachacienta, solidarizándonos esta vez con un oiga, doctor!, oiga, ingeniero!, otros días podíamos ser alcaldes o ministros (pero esos días eran nefastos) y me entregaba el Perú 21 y el bocón de siempre, que los tenía bien dobladitos y calientitos, y así, orgulloso y desbotonado, sentirme con el honor de ser el primer cliente del día del chino acriollado y, sobre todo, verlo, de reojo, eso sí, cómo se persignaba con las dos monedas en la mano, al vuelo, con cierto miedo, como si su cuerpo quemara, balanceando su cabeza a un lado, guiñando un ojo y pidiendo con el otro, todo eso, mirando, de reojo también, al cielo, en un par de segundos, con una ligera vergüenza, y luego vamos a ver qué tal mano tienes socio y yo al menos mano de pajero no, como tú…comprenderás, y el chino que comprendía todo y soltaba la primera carcajada en cien metros a la redonda, igualita a la de todas las mañanas, porque le gustaba decirme lo mismo pero más le gustaba que yo le contestase como siempre, que era un grandísimo pajero, y él que reía como si fuese la primera vez que escuchaba aquella mala broma, mostrándome sus dientes desviados, afilados, unidos por telarañas de saliva, con aliento a emoliente y relleno frito y, ya sin mirarme, soltaba un mañana, ah?, y yo caminando, volteando, mirándolo, mañana pes, chino ambidextro.

Más adelante, donde mi promisorio y empinado futuro calzaba a la altura de las cabezas clavas en las veredas, la mañana se desenrollaba tibia, delgada, con el sol explotando sin terminar de explotar sobre los lejanos cerros del este pintados de acero cielo, con murmullos (o motores) veloces y engargantados a gravedad a cinco cuadras y rostros fantasmales escapando en puntitas de sus casas. Mientras de este lado, aún más agudo, yo, cobrador de segundo ciclo, caminando livianamente, ojeando el periódico (sólo los titulares), levantando la mirada cada cuadra, cada media, asegurándome una vereda despejada pero caminando a paso de como quien no quiere la cosa, entre perros enrollados al pie de puertas de fierro tirando más para cárceles y barrenderos remotos con el rostro tapado, convirtiendo las siete cuadras que separaban mi casa del trabajo en un tour largamente forzado, cortamente habitual, verdadero.

Mais, ahora que recuerdo estas intervenciones matinales en mi barrio de San Martín de Porres, puedo intuir cuántos pasos daba, sentir y escuchar las pisadas, el sabor del tropiezo con alguna frustración encarpetada y el recojo, vanamente, de la siempre desatenta ilusión clásica y autorenovada, puedo incluso verme dentro de ese ahuecado polo de antesdeayer y al revés, ese short inmenso con cien puntadas al hilo color lo que venga, y esas zapatillas color smog con pasadores a tres vueltas por los tobillos, caminando a entreverarme con ajenísimos destinos, armado peligrosamente con Borges a mi derecha y los Stones a mi izquierda, enteramente loco y parcialmente duro, secuestrados en mis holgados bolsillos, listos para devolverme algo que seguro perdería en alguna esquina congestionada. Hoy, puedo jurar que esa mañana fue diferente. Pero también hube de jurarla aquella mañana.

Pasajes a la mano, por favor, ya sin sencío
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